Mensaje dominical del obispo de Irapuato Enrique Díaz. 6 de noviembre de 2022
6 noviembre, 2022Dios rompe las cadenas de la muerte
Reflexión del Evangelio
XXXII Domingo del Tiempo Ordinario / 6 de noviembre de 2022
Mons. Enrique Díaz Díaz, Obispo de Irapuato
San Lucas 20, 27-38: “Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”
Los saduceos pertenecían a una secta judía con una especial caracterización política, extremadamente conservadora pero muy oportunista, seguida sobre todo por las familias ricas y los sacerdotes de alto rango. Aceptaban solamente la ley de Moisés, pero parecían negar las consecuencias que traía para su vida. En cuanto a la legislación penal eran muy severos, pero pasaban por alto las normas de pureza que tanta importancia tenían para los fariseos. Se unían gustosos al ambiente helenista para acomodarse mejor en sus planes políticos. Negaban la resurrección y toda forma de supervivencia personal y afirmaban que cada quien podía elegir el bien o el mal a voluntad, sin importar casi para nada la presencia de Dios. Cada uno se forja su propio destino. Así: vivir plenamente el tiempo actual sin importar moralismos; disfrutar la vida sin importar la eternidad y acomodarse políticamente al viento que es favorable, parecen ser sus consignas. ¿De aquel tiempo? ¿No vemos el retrato de nuestro tiempo en los modernos saduceos? ¿No importa más la riqueza y el placer que todos los principios y valores? ¿No es cierto que se venden los principios con tal de alcanzar poder y prestigio?
La pregunta de los saduceos está llena de ironía y de burla, pero Jesús no pretende caer en discusiones inútiles, sino ir mucho más allá de lo que la trampa pretende. No habla Jesús de cómo será la vida eterna ni pretende describir cómo será la vida del más allá. A Jesús le interesa mucho más hablar de la vida plena y manifestar el verdadero rostro de Dios, que es Dios de vida. Es decisivo saber que Dios se encarna y se revela en Jesús. Sus palabras y sus hechos nos manifiestan un Dios comprometido con la vida y no a un dios elaborado desde nuestros miedos, ambiciones y fantasmas. Dios no es alguien extraño y lejano que desde las alturas controla el mundo y presiona sobre nuestras pobres personas. Dios es el amigo cercano que se ha hecho parte de la historia humana hasta convertirse en el familiar “Dios de Abraham, Dios de Isaac y de Jacob”. Es el Amigo que desde dentro comparte nuestra existencia y se convierte en la luz que nos alumbra y en la fuerza que nos sostiene para enfrentarnos a la dureza de la vida y al misterio de la muerte.
La muerte es algo serio, la resurrección más
Es cierto que los mexicanos acostumbramos a reírnos de todo e incluso de la muerte, pero también es cierto que cada vez que nos topamos con ella, sea por haber perdido a un ser querido o por estar en peligro inminente, nos cimbramos y quedamos en suspenso ante este misterio. Cuando Jesús nos habla de eternidad y de un Dios de vida, no pretende imponer una religión que nos ate y atemorice. Los creyentes tenemos que recordar, y en estos momentos más que nunca, que la resurrección es mucho más que cultivar un optimismo barato en la esperanza de un final feliz. No tenemos derecho a adormecernos y a alentar el conformismo con un final fantasioso de la resurrección que vendría a resolver todos los problemas, pero ¡en el más allá! El Dios cristiano no es un Dios de muertos sino de vivos.
La resurrección no es un refugio en el más allá que nos excusa del compromiso de trabajar con entusiasmo y esperanza en este mundo nuestro. La respuesta de Jesús no pretende saciar nuestra curiosidad del más allá, sino va más a fondo: la resurrección no es una mera continuidad de esta vida, sino la plenitud de una vida transfigurada y vivida plenamente como hijos de Dios, no para olvidarnos de esta vida, “porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para Él todos viven”. La resurrección se hace presente donde se lucha y hasta se muere por defender la vida en cualquiera de sus más débiles manifestaciones. Precisamente cuando está más indefensa más requiere de la protección y el cuidado de todos nosotros. Precisamente porque creemos en la sacralidad de la vida, entregaremos todas nuestras fuerzas para protegerla, cuidarla y fomentarla. Sólo así seremos hijos del Dios de la Vida.