Mensaje dominical del Obispo de Irapuato Enrique Díaz. 7 de agosto de 2022.
7 agosto, 2022Caminemos en esperanza y con responsabilidad
XIX Domingo del Tiempo Ordinario / 7 de agosto de 2022
Mons. Enrique Díaz Díaz, Obispo de Irapuato
¿Cuántas veces hemos escuchado que un pequeño descuido, “una pestañada”, ha provocado graves consecuencias? Las palabras de Jesús son también hoy una llamada a vivir con lucidez y responsabilidad, sin caer en pasividad o en letargo, pero tampoco se puede vivir en la angustia y desesperación.
Frente a los grandes profetas de catástrofes y anunciadores de males, hoy el Señor Jesús se acerca a todos y cada uno de nosotros y nos dice con una ternura inmensa: “No temas, rebañito mío, porque tu Padre ha tenido a bien darte el Reino”. Es la presencia del Señor que anima a los suyos, tantas veces asustados y confusos, mirando el rumbo que toman los acontecimientos. Es cierto que ya los escribas y fariseos buscan la forma de deshacerse de Él, pero no pierde la calma y al mismo tiempo consuela a los suyos.
La túnica puesta y la lámpara encendida son dos bellos simbolismos de quien es capaz de estar siempre atento a la palabra y a la voluntad del Señor atisbando el camino por el que nos quiere conducir. Cuando el Señor nos pide que estemos atentos y vigilantes nos propone un dinamismo activo, una actitud intrépida para vivir su Evangelio. Nunca aceptará mediocridades ni se conformará con exterioridades, lo que Él busca es lo más importante: el tesoro que hay en el corazón.
Los cristianos actuales a veces damos la impresión de llevar una religión de conformismo y de superficialidad, conviviendo con la injusticia y con la corrupción, alimentándose sólo de ritos y formalismos. Cristo exige determinación y sinceridad. Un tropezón, un pestañeo o un descuido, creo que todos lo podemos cometer y Jesús, que es misericordioso y de un corazón lleno de ternura, lo perdona con benevolencia. Pero una vida doble, una vida mezquina, la indiferencia ante la injusticia, la apatía ante las estructuras que atentan contra la vida de sus pequeños, aunque estén salpicadas de agua bendita, el Señor no las perdona.
El reino exige nuevos comportamientos
Cristo nos dice que no tengamos miedo, pero también advierte dónde puede crecer el mal y cuál es el más grave peligro. El corazón se enferma cuando no vive el amor. El corazón pierde su sentido cuando se le pegan las cosas y faltan los sentimientos. La acumulación de bienes es con frecuencia un comportamiento casi instintivo que surge del miedo a la miseria y al futuro.
Pero no es raro que se transforme en egoísmo, en lujo desmesurado, en excesos de opulencia y finalmente en avaricia. A veces se quiere acallar la conciencia dando una limosna o donando lo que ya no sirve, pero el corazón se queda atascado en los bienes materiales. Frente a los hermanos se requiere una gran generosidad, y frente a los bienes, una verdadera libertad. Como en el ejemplo del administrador, los bienes no son nuestros, son de Papá Dios y son para toda la humanidad.
San Basilio nos enseñaba: “El pan que guardas para ti, es del que tiene hambre; el manto que escondes en el ropero, es del desnudo; los zapatos que se quedan olvidados en un rincón, son del descalzo; el dinero que escondes, es del que tiene necesidad…” Es necesario fortalecer nuestro corazón y no dejarlo atarse a lo superfluo, aunque es remar contra el egoísmo, pero siempre nos hará más libres.
Los tres ejemplos que nos ofrece hoy Jesús tienen cada uno su propia enseñanza y nos cuestionan fuertemente sobre la forma de vivir nuestra existencia, de utilizar los bienes y de esperar la venida del Señor. La vigilancia del discípulo no es pura y simple expectación. Se refiere a un estilo de vida dinámico y creativo que trabaja en la construcción del reino.
Estar vigilantes es despertar cada día con ganas de vivir más y mejor, de ahondar el sentido de lo que hacemos, de encontrar felicidad en el servicio. Con cada uno de los ejemplos, Jesús nos lleva a revisar nuestra vida y a buscar darle sentido. ¿Cuáles son mis descuidos y tropiezos habituales? ¿En dónde pongo mi corazón?